Posted by : Unknown martes, 12 de agosto de 2014

A mi “Padrino” chambero Yon, saludado por muchos y querido por más…

Con cada palabra de Aliette, una bella avileña, alta, de pelo largo y voz dulce comenzó a dibujárseme un suceso cultural alucinante. Ella es una de los tantos que anualmente regresa a Chambas para vivir las Parrandas. Ese viaje está indisolublemente ligado a su vida más allá del placer fugaz de la fiesta callejera. Renuente al lente, estalló en explicaciones al saberse ante el forastero novicio en una clase de jolgorio extendido por más de un siglo en al menos una docena de pueblos del centro-norte de la Cuba. (Ver crónica gráfica)

Las Parrandas sobrepasan el estrechísimo margen de vender comida y bebidas en plena vía pública durante un fin de semana. Por 79 años allí el barrio Narcisa, coto privado de los Gavilanes y La Norte, patio exclusivo de los Gallos han pugnado por demostrar las habilidades adornando sus respectivas carrozas, siempre con un tema diferente.

Los contendientes aseguran no conocer la derrota. Sí porque, vale subrayarlo, en Chambas la neutralidad parrandera no es una opción. Quizás por eso Aliette, gavilán 100 por ciento, desde temprano trató de captarme para su lado. El resto corrió a cuenta de Yon, anfitrión de lujo con la extraña habilidad de resolver cualquier problema y sorprendernos con más de un sitio hermoso.

Cada barriada proclama bando de disímiles formas. Desde la respectiva bandera colocada a la entrada, pasando por globos, mascotas vivas y hasta en la pintura de las casas: rojo en el lado gallero y azul en el espacio gavilán. Por raro que parezca se respetan al pie de la letra las reglas del juego limpio y la caballerosidad que establecen invariablemente la alternancia anual en el orden para mostrar sus respetivas artes.

Primero es el turno del saludo vespertino el sábado donde comparsas y blasones, reivindican la superioridad propia. La lidia tiene sus preliminares desde el mediodía con carteles y frases provocativas, nunca obscenas, a través de los altavoces para molestar al rival y anticipar la victoria propia.

“En las Parrandas tienes que vivir el olor a pólvora”, me había dicho Aliette y tuvo razón. La pirotecnia corre por la venas de los parranderos a la misma velocidad con se consumen las mechas de los voladores y morteros. Son momentos de frenético ritmo donde toda medida de seguridad es poca. Por eso es selecto el grupo encargado de esta tarea, todos adecuadamente identificados con brazaletes de tela blanca y rotulados en rojo con una “F”.

La tanda inicial de fuegos arranca justamente a la hora del saludo en la tarde sabatina, la posterior es siempre colofón de la presentación de las carrozas. En ellas también va el prestigio del bando por eso el nivel decibélico de las órdenes solo lo supera la estridencia de las explosiones. A primera vista parece primar la anarquía, sin embargo pronto se nota el rol específico de cada cual pues transgredir las reglas se paga con la sordera, una quemadura, o peor: la muerte.

Los abastecedores van de un lado a otro trayendo la “munición” que es literalmente lanzada hasta las manos de los más veteranos que con una calma inquietante para los espectadores prenden las mechas de los morteros, unos tubos metálicos colocados verticalmente en el pavimento.

En la noche llegan los instantes cumbres para el cual gallos y gavilanes se prepararon durante todo un año. Por la calle Agramonte se mueven las carrozas… no mucho, apenas dos cuadras. Una primero, luego la otra, hasta encontrarse en la intersección con el paseo Martí. En esas cuatro esquinas tiene lugar el “enfrentamiento”. Este año los de la cresta roja y canto fuerte escogieron el tema del glamour de la moda francesa en la corte de la reina María Antonieta; los seguidores de “Bulé”, optaron por narrar la historia de la conquista del imperio azteca por Hernán Cortés.

El orgullo de muchos está en juego; así que cada detalle es crucial para que la carroza correctamente iluminada se desplace esas pocas decenas de metros, mientras los artistas exhiben los vestuarios alegóricos a la temática seleccionada.

El tumulto espectador en las cuatro esquinas se compacta al extremo. Anta cada carroza se agolpan cámaras y celulares en una curiosa mezcla de modernidad y tradición. Se bebe y baila hasta el cansancio y el extraño te saluda como se te conociera de toda la vida.

Es una contienda singular porque la competencia que se vive con intensidad pero sin perdedores. Es suficiente el gozo de hacerlo, por muy anticuado que pueda parecerle a un mundo tan acostumbrado a jurados calificadores y escalas evaluativas.

En los amaneceres de parrandas, Chambas, muestra su rostro cotidiano de pueblito común. Con su parque citadino, las campanas de la iglesia llamando a misa, la letanía mecánica del motor sacándole agua al pozo, los viejitos reunidos invariablemente en los bancos recién pintados de naranja y negro para “arreglar el mundo” en sus conversaciones matutinas, o con una pareja apurándose los besos mientras espera. Sin embargo esa cotidianeidad es apenas una pausa hasta las próximas parrandas.

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