36 noviembres para 37
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Noviembre no siempre huele a lluvia, a hojas caídas, a viento que desordena
las ropas y las manda a volar muy lejos. Noviembre, mes de los rojos y
amarillo...
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- Cinco aros de emociones
Posted by : Unknown
lunes, 13 de agosto de 2012
Mi primero recuerdo emotivo de qué cosa es una Olimpiada se encendió con la fecha de aquel arquero español allá en Barcelona `92. No sé si por estar influido por unas aventuras de Robin Hood que por entonces pasaban en la TV donde era común lanzar zetas de fuego, que todavía, para mí, esa ha sido la manera más sencillamente espectacular de prender un pebetero olímpico.
Todavía me está doliendo la derrota contra los yanquis en la pelota de Sidney 2000. En esos años estudiaba en Santiago de Cuba así que tras del juego me fui a la Plaza de Marte. Como siempre allí todos hablaban a la vez creyendo tener la clave para explicar las causas del descalabro. Bueno, no todos, porque un hombre de unos treinta , quizás cuarenta años, un tanto pasadito de peso y pelo claramente reñido con el peine, no decía una sola palabra. Permanecía sentado en uno de los bancos, piernas cruzadas, contemplando, casi con compasión, a los discutidores.
Él había optado por reducir su discurso a una frase corta pero que no salía de sus labios, había que leerla en el cartel que llevaba colgado al cuello: “No quiero llanto ni justificaciones”, decía.
Después sufrí y gocé en varias ocasiones más, pero estas Olimpiadas de Londres 2012 me agarraron en momento particularmente emotivo y ahora las siento más emocionantes que las demás.
Si tan grande fue Mijaíl reafirmado su reinado en la lucha greco-romana, también lo fue ese chiquillo maravilla de 18 años que se portó como un consagrado sobre el ring para traer a casa su medalla de oro o la calma de Leuris Pupo que apenas ni hizo un gesto y ya tenía en sus manos la gloria soñada por miles de deportista en todo el orbe.
Sin embargo esta vez no solo palpité con cada competencia donde los cubanos tomaban parte, también lo hice con cada alarido de victoria o la lágrima por la derrota de un atleta si detenerme en chovinismos. No me interesó si el ganador se persignaba, o se arrodillaba en la piso en dirección a la Meca, igual disfruté de su triunfo; o se me apretó el corazón con el llanto de quienes no pudieron llegar y en silencio les dije, no importa se es grande también en el intento.
Óigame porque ver a un cuarteto de bólidos jamaicanos hacer añicos un récord del mundo en el revelo cuatro por 400 metros es sencillamente fenomenal, por eso mi grito de “¡Récord del mundo!” debe haber hecho que mi anciana vecina haya pensado que ya tiene a un loco nuevo en el barrio.
¡Cómo no conmoverse con la cortísima escena de uno de los integrantes de relevo de la llama olímpica que en medio de su tramo se detuvo para proponerle matrimonio a su novia o tras leer la historia de Robyn Glynn que esparció las cenizas de su padre en el estadio olímpico para cumplir el sueño de su progenitor! Sin olvidar los rostros de los entrenadores que cual libros abiertos dejaban salir sus sentimientos a ritmo del desempeños de sus pupilos.
Porque así es el deporte a veces todo se gana o pierde en un segundo pero jamás podremos permanecer impasibles ante tanto derroche de emoción bajo los cinco aros.
Todavía me está doliendo la derrota contra los yanquis en la pelota de Sidney 2000. En esos años estudiaba en Santiago de Cuba así que tras del juego me fui a la Plaza de Marte. Como siempre allí todos hablaban a la vez creyendo tener la clave para explicar las causas del descalabro. Bueno, no todos, porque un hombre de unos treinta , quizás cuarenta años, un tanto pasadito de peso y pelo claramente reñido con el peine, no decía una sola palabra. Permanecía sentado en uno de los bancos, piernas cruzadas, contemplando, casi con compasión, a los discutidores.
Él había optado por reducir su discurso a una frase corta pero que no salía de sus labios, había que leerla en el cartel que llevaba colgado al cuello: “No quiero llanto ni justificaciones”, decía.
Después sufrí y gocé en varias ocasiones más, pero estas Olimpiadas de Londres 2012 me agarraron en momento particularmente emotivo y ahora las siento más emocionantes que las demás.
Si tan grande fue Mijaíl reafirmado su reinado en la lucha greco-romana, también lo fue ese chiquillo maravilla de 18 años que se portó como un consagrado sobre el ring para traer a casa su medalla de oro o la calma de Leuris Pupo que apenas ni hizo un gesto y ya tenía en sus manos la gloria soñada por miles de deportista en todo el orbe.
Sin embargo esta vez no solo palpité con cada competencia donde los cubanos tomaban parte, también lo hice con cada alarido de victoria o la lágrima por la derrota de un atleta si detenerme en chovinismos. No me interesó si el ganador se persignaba, o se arrodillaba en la piso en dirección a la Meca, igual disfruté de su triunfo; o se me apretó el corazón con el llanto de quienes no pudieron llegar y en silencio les dije, no importa se es grande también en el intento.
Óigame porque ver a un cuarteto de bólidos jamaicanos hacer añicos un récord del mundo en el revelo cuatro por 400 metros es sencillamente fenomenal, por eso mi grito de “¡Récord del mundo!” debe haber hecho que mi anciana vecina haya pensado que ya tiene a un loco nuevo en el barrio.
¡Cómo no conmoverse con la cortísima escena de uno de los integrantes de relevo de la llama olímpica que en medio de su tramo se detuvo para proponerle matrimonio a su novia o tras leer la historia de Robyn Glynn que esparció las cenizas de su padre en el estadio olímpico para cumplir el sueño de su progenitor! Sin olvidar los rostros de los entrenadores que cual libros abiertos dejaban salir sus sentimientos a ritmo del desempeños de sus pupilos.
Porque así es el deporte a veces todo se gana o pierde en un segundo pero jamás podremos permanecer impasibles ante tanto derroche de emoción bajo los cinco aros.
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