Posted by : Unknown jueves, 16 de agosto de 2012

Desconozco si todavía los niños de esta época jueguen a algo que se llamaba así: “Mar y tierra”. Ya olvidé los detalles del entretenimiento infantil. Apenas recuerdo que los jugadores se dividían en dos bandos separados justamente por dos porciones imaginarias de agua y suelo seco.

Aunque los climatólogos y meteorólogos digan que vivir en una isla larga y estrecha como Cuba significa que siempre se está influido por las brisas marinas; dicha sentencia puede quedar en el olvido para quienes les ha tocado estar lo suficientemente lejos del mar como para que les sea imposible contemplarlo en vivo a su antojo.

Una simple cuenta nos dice que cuatro de las 15 capitales de provincia de la Mayor de las Antillas radican en las costas, de manera que una cantidad considerable de cubanos viven tierra adentro. Por eso contemplar el mar, aunque sea una vez al año durante el verano, como hacen miles de personas que viven en ciudades como Las Tunas puede ser una experiencia gratificante y hasta curiosa.

Sentarse a ver el sol perderse, ya bien tras la delgada línea que separa al cielo del agua o entre un montón de viviendas junto a la costa, es sencillamente mágico; entre otras cosas porque coloca al minúsculo humano frente a magnificencia de la naturaleza; eso sin hablar de las razones personalísimas que cada cual tenga para hacer de una puesta de sol un suceso indeleble en la memoria.

Los niños disfrutan el mar o mejor dicho, la playa, a su manera, especialmente si es su primera vez y el primer descubrimiento es que esa gigantesca piscina es… salada, por tanto un buchito de agua es una experiencia que poco quieren repetir. Algunos demoran años en poner un pie en esa masa líquida aparentemente infinita y se contentan con emular con arquitectos y albañiles y hacer sus propios castillos de arena; otros le agarran el gusto desde le comienzo y después su padres sufren los dolores de cabeza de tratar de convencerlos de que es hora de irse.

Las féminas, por su parte, suelen sufrir una “rara enfermedad” que las compulsa a llevar ropas ligeras, tanto, que cubren estrictamente lo imprescindible, para deleite del sexo opuesto.

También nos hacer conocer se artefactos “macondónicos” como una fábrica de hielo móvil que de haber visto García Márquez le habría llevado a reescribir el comienzo de su mítica novela Cien años de soledad.

Por eso dichosos aquellos que tienen al mar tan cerca, no saben la maravilla que tienen ante sí.

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