Posted by : Unknown martes, 22 de marzo de 2016



Lo impensable hasta hace poco tiempo es hoy realidad incontestable: un presidente de los Estados Unidos vino a Cuba con el sistema social, económico y político que comenzó a construirse aquí desde 1959. Ahí, y no en otro lugar, radica la celebridad de que Barack Obama haya estado entre nosotros por 48 horas. De lo contrario, creo, no se hubiera tomado la molestia de hacer algo que ninguno de sus predecesores, salvo Calvin Coolidge por razones de índole continental, hizo antes del triunfo de la Revolución.
El mandatario estadounidense manifestó sinceramente suregocijo de estar en La Habana junto a su familia y probablemente lo tengamos de vuelta cuando haya terminado el ejercicio de su actual cargo. Ese es un éxito mayúsculo para Cuba que rompió los malos augurios de quienes advirtieron que literalmente él pisó primero con el pie izquierdo el suelo nacional al bajar de la escalerilla del Air Force One.

Recorrió sitios de relevancia cultural en la Habana Vieja, cenó en un restaurante de Centro Habana, contempló un partido de béisbol entre una selección cubana y los Tampa Bay Rays y sostuvo todos los contactos que quiso, oficiales o no. No vino solo, lo acompañaron unos 40 congresistas, así como miembros de su gobierno y especialmente un nutrido grupo de empresarios deseosos de aprovechar las oportunidades de negocios aquí. Trajo, también, toda la carga simbólica de su país, de los valores, de la cultura que representa. Eso estuvo latente en cada instante de su estancia y siento que fue la mayor influencia que dejó entre nosotros.

Desde bien cerca Obama mostró con creces sus habilidades como orador. Hizo gala de una preparación y estudio previos del país que le permitieron escoger con pinzas aquellas ideas de José Martí lo suficientemente generales que le permitieran adaptarlas a cada escenario o auditorio, pronunciando el vocablo preciso sin salirse de su línea de pensamiento.


Habló con los políticos en términos de estadista y supo, al mismo tiempo, mantener la empatía con el ciudadano promedio: ya bien enviando un carta personal a una cubana del barrio habanero de El Vedado, mediante su particular entrevista con el humorista más popular del momento o usando frases coloquiales que constantemente distendían los intercambios y reforzaron su imagen afable con los públicos menos ideologizados o potencialmente apáticos.

Es, nadie lo dude, un político de primera línea que continuó con celeridad su estrategia de separar simbólicamente a la ciudadanía cubana de su gobierno y no en el sentido de la diferenciación obvia existentes entre estos sino con un marcado propósito de antagonizarlos: Gobierno versus pueblo, lo estatal vs lo privado, pasado vs futuro, colectividad vs individualidad. Eso lo ha estado haciendo con cada medida de distensión bilateral que ha tomado; por ejemplo, con su  énfasis en el sector privado de la economía o cuando calificó a una hipotética entrevista suya con Fidel como ir hacia atrás o cerrar el época de la Guerra Fría.

Persistió en manejar los orígenes del conflicto binacional casi como una cuestión de desencuentro entre dos Estados, despojándolo de las raíces históricas que tiene, sin que eso negara su disposición típicamente pragmática a la negociación.


Al estadista norteamericano tendremos que encomiarle su maestría para no perder la compostura frente a una pregunta incómoda de una prensa que trajo su propia agenda; y también su talento de resignificar  o hacer suyas ideas lo suficientemente universales como democracia y libertad, dejándolas en un terreno neutral donde cada quien podía asirlas a sus propias ideologías. 

Su visita reitera que dentro de la clase política estadounidense sigue creciendo la determinación de lidiar diferente con este Archipiélago díscolo y empecinado en construir su propio destino.
Ellos han comprendido que sin haber desparecido en otros escenarios, la interacción de Cuba con los Estados Unidos de América y todo lo que este representa material y culturalmente, está siendo cada vez más en el terreno de lo simbólico y los imaginarios sociales. Eso tiene implicaciones importantes para todos, incluso para quienes solo ven como asunto de propaganda.

El presidente de los Estados Unidos vino y no puedo dejar de pensar en lo que escuché en una obra de teatro reciente: “La cortesía lo compra todo”. Así le dijo el pícaro Eleguá disfrazado de baratillero mientras le ofrecía más y más dulces a Ikú, quien terminó atragantada de tanto comerlos.

Obama y todo lo que él simboliza continuará tratando de vendernos sus valores y sus ideas como lo útil, lo válido, lo moderno. Puede que tenga razón en parte. Ya nos tocará comprenderlo, conservando la lucidez de comparar sus acciones con la retórica y edificar desde una auténtica universalidad martiana esa convivencia entre contrarios que nos salvará como nación.



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